Mg. Flga. Daniela Araya González
Fonoaudióloga de la Universidad de Chile. Máster...
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La selectividad alimentaria es un desafío que afecta a muchas familias, especialmente cuando trasciende de ser una etapa típica del desarrollo infantil y se convierte en un problema persistente que impacta la salud y el bienestar de niños y niñas. Entender sus causas y características es fundamental para abordarla de manera efectiva.
En este noticia, exploramos el fenómeno de la selectividad alimentaria con la colaboración de la Mg. Flga. Daniela Araya González, quien comparte estrategias prácticas y recomendaciones clave para promover una relación saludable con los alimentos.
La selectividad alimentaria se define como una conducta persistente en la que un individuo consume un rango limitado de alimentos, rechazando sistemáticamente otros con base en factores como textura, sabor, color o presentación. Este comportamiento puede surgir en cualquier etapa del desarrollo, aunque es más común durante la infancia, coincidiendo con los periodos críticos de aprendizaje alimentario y social.
Si bien la selectividad alimentaria puede considerarse parte del desarrollo normal en ciertos casos, su persistencia más allá de los primeros años puede representar un riesgo significativo para la salud física y emocional, impactando tanto el estado nutricional como la dinámica familiar. En contextos clínicos, esta condición también se asocia con trastornos del neurodesarrollo y problemas conductuales, lo que resalta la necesidad de intervenciones oportunas y adecuadas.
La selectividad alimentaria se clasifica como una de las dificultades alimentarias más prevalentes en la población infantil. Se estima que afecta entre el 20% y el 50% de los niños con desarrollo típico (Volkert et al., 2016) y hasta un 89% de aquellos con discapacidades del desarrollo (Mayes & Zickgraf, 2019).
Entre las características principales de esta conducta se encuentran:
Desde el punto de vista clínico, también se pueden identificar factores de riesgo asociados, como la influencia de patrones de alimentación parental, antecedentes de prematuridad o condiciones médicas subyacentes.
“Es fundamental considerar la intensidad y duración de la selectividad alimentaria para diferenciar entre una fase típica y una condición que requiere apoyo terapéutico”, explica Mg. Flga. Daniela Araya González, Fonoaudióloga de la Universidad de Chile y Máster en Autismo y Atención Temprana, ISEP, España.
La selectividad alimentaria puede dividirse en dos grandes categorías: típica y atípica. Comprender esta distinción es clave para determinar si una intervención terapéutica es necesaria.
Es una fase transitoria del desarrollo normal. Generalmente ocurre entre los 2 y 6 años, un periodo en el que los niños exploran sus preferencias alimenticias.
Aunque puede causar preocupación en los padres, no suele tener un impacto significativo en el crecimiento o el desarrollo del niño.
Se caracteriza por una persistencia en el tiempo y un impacto negativo en la salud o el bienestar. Puede incluir la falta de variedad alimentaria, deficiencias nutricionales severas y la asociación con trastornos como el autismo o la ansiedad.
En esta línea, la diferenciación entre ambas categorías debe basarse en una evaluación clínica detallada que considere factores como el historial médico, la dinámica familiar y los patrones de alimentación del niño.
“Cuando los cuidadores perciben que la selectividad afecta la participación en tiempos de comida o contextos sociales, es momento de buscar acompañamiento profesional”, dice la experta. Es por ello que identificar estas señales tempranas facilita implementar soluciones efectivas y evitar que el problema se agrave
La selectividad alimentaria, especialmente en su forma atípica, puede tener consecuencias significativas en el desarrollo neurocognitivo y emocional. Las deficiencias nutricionales, como la falta de hierro o ácidos grasos esenciales, afectan funciones críticas como la memoria, el aprendizaje y la regulación emocional.
“Un espacio de alimentación tranquilo y sin presiones es clave para reducir la ansiedad asociada a la comida y fomentar la confianza”, indica la profesional.
Los riesgos asociados a la malnutrición derivada de la selectividad alimentaria incluyen:
Las personas con neurodivergencias enfrentan desafíos específicos en su relación con la alimentación debido a las diferencias en el procesamiento sensorial, los patrones neuronales y las respuestas a los estímulos del entorno. Estos factores influyen directamente en la aceptación de alimentos y en la construcción de hábitos alimenticios, lo que subraya la necesidad de intervenciones especializadas y personalizadas para abordar sus necesidades únicas.
En niños autistas, los desafíos alimentarios suelen estar vinculados a alteraciones en la integración sensorial. Estas dificultades pueden incluir respuestas extremas a ciertos estímulos, como texturas o sabores, lo que complica la aceptación de nuevos alimentos. Este fenómeno se relaciona frecuentemente con perfiles sensoriales evitativos, donde la exposición a ciertos alimentos genera incomodidad o rechazo.
En este sentido, Araya menciona que “la exposición gradual a alimentos debe adaptarse al ritmo y las necesidades del niño, empezando por olores o texturas hasta alcanzar su aceptación completa”. Esta metodología personalizada garantiza una adaptación progresiva y menos estresante para el niño.
La hiperconectividad neuronal, característica en algunos niños autistas, puede influir en su relación con la alimentación. Este fenómeno implica una mayor actividad en ciertas áreas del cerebro, lo que puede intensificar las percepciones sensoriales y, en consecuencia, aumentar la aversión hacia ciertos alimentos.
Los estudios en neurociencia han señalado que esta hiperconectividad puede estar relacionada con conductas repetitivas y patrones de alimentación restringidos, subrayando la necesidad de intervenciones personalizadas que consideren estas particularidades.
La defensividad táctil y la defensividad oral son formas de sensibilidad sensorial que afectan la manera en que los niños, especialmente aquellos en el espectro autista, interactúan con el entorno y los alimentos. Aunque están relacionadas, se diferencian en los estímulos que generan rechazo:
Ambas condiciones impactan las experiencias alimentarias de manera distinta, pero comparten el desafío de limitar la variedad de alimentos aceptados por el niño
En el caso de la defensividad táctil, las texturas y los olores suelen jugar un papel central en las preferencias alimentarias. Por ejemplo, un niño con defensividad táctil puede rechazar alimentos con texturas granuladas, viscosas o esponjosas, así como aquellos con aromas muy intensos. Esto puede limitar su dieta y restringir su acceso a nutrientes esenciales.
Por otro lado, en la defensividad oral, el rechazo puede ser hacia sabores demasiado fuertes, alimentos que cambian rápidamente de textura (como una fruta madura) o incluso temperaturas extremas. Las intervenciones terapéuticas, como la exposición gradual a diferentes alimentos, pueden ser una herramienta efectiva para abordar estas sensibilidades y ampliar las opciones alimentarias.
El bajo registro sensorial, por contraste, se caracteriza por una disminución en la capacidad de percibir estímulos. En el ámbito de la alimentación, esto se traduce en una búsqueda constante de alimentos con características sensoriales intensas, como sabores muy picantes, texturas crujientes o temperaturas extremas, para compensar la falta de percepción sensorial.
Para abordar este patrón, es fundamental implementar estrategias que estimulen la exploración de alimentos con diversas características sensoriales. Estas estrategias pueden ayudar a diversificar la dieta del niño respetando su perfil sensorial y fomentando una alimentación más equilibrada.
Abordar la selectividad alimentaria requiere una combinación de focos que respeten las necesidades del niño y promuevan una relación positiva con los alimentos.
A continuación, te presentamos algunas:
A través de éstos, se busca responder a las señales y necesidades del niño:
La alimentación responsiva es un enfoque centrado en el respeto por las señales de hambre y saciedad del niño, promoviendo una relación positiva con los alimentos. Este método fomenta la autonomía y la confianza del niño al permitirle explorar y aceptar nuevos alimentos a su propio ritmo.
Obligar a un niño a comer puede generar asociaciones negativas con la comida y perpetuar conductas de rechazo. En lugar de ello, se recomienda ofrecer una variedad de opciones en un ambiente relajado y sin presiones.
Estas estrategias permiten a los niños explorar alimentos de forma lúdica y pausada:
El juego simbólico, como simular preparar alimentos o alimentar a muñecos, puede ayudar a los niños a familiarizarse con diferentes alimentos de manera lúdica. Esta estrategia promueve la curiosidad y reduce la ansiedad asociada a probar nuevos alimentos.
Introducir nuevos alimentos de forma gradual y en pequeñas cantidades puede ser una estrategia efectiva. Combinar alimentos familiares con opciones nuevas permite al niño explorar sabores y texturas en un entorno seguro.
Es importante buscar la orientación de un especialista si el niño presenta:
En síntesis, “apenas se observen reacciones intensas ante nuevos alimentos o rechazos frecuentes, es clave asesorarse con un equipo profesional actualizado que incluya terapeutas y nutricionistas para abordar la situación desde un enfoque integral”, finaliza la profesional.
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