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En el Día Nacional contra el Femicidio, la psicóloga y embajadora de ADIPA, Yeslissa Chabra, reflexiona sobre las raíces estructurales de la violencia femicida en Chile.

En Chile, el femicidio no es un hecho aislado ni una tragedia excepcional: es la expresión más extrema de una violencia estructural que atraviesa nuestra cultura. No se trata de arrebatos individuales ni de crímenes pasionales, sino de actos de poder que buscan disciplinar, controlar y eliminar a las mujeres que desobedecen el orden patriarcal.
En 2025 se han registrado 40 femicidios consumados y 267 femicidios frustrados, según cifras del Servicio Nacional de la Mujer y Equidad de Género (SERNAMEG). Nombrar el femicidio implica romper con una narrativa que reduce estos crímenes a episodios privados o a decisiones individuales.
La violencia contra las mujeres no comienza con el golpe ni termina con el asesinato; se inicia mucho antes, en la deshumanización cotidiana, en el control del cuerpo, en la deslegitimación de la palabra y en la naturalización del miedo. Allí donde el mandato patriarcal se siente amenazado, la violencia emerge como mecanismo de restauración del poder.
Según Rita Laura Segato (2016), el mandato de masculinidad organiza una estructura jerárquica en la que la violencia opera como una exhibición de poder: no busca un objetivo funcional, sino que se despliega ante otros para reafirmar dominio, autoridad y control.
Butler propone que no todas la vidas son consideradas igual de “llorables” o protegibles por las estructuras políticas; esa jerarquía determina quién cuenta como humano y quién queda expuesto a la violencia estructural. De la misma manera hay existencias que se vuelven prescindibles, que no generan conmoción pública ni duelo colectivo. Cuando una mujer es asesinada ya su historia se reduce a cifras o titulares breves, se confirma una muerte
simbólica previa: la negación de su humanidad plena.
La psicología aporta elementos fundamentales para comprender fenómenos sin caer en la patologización ni de las víctimas ni de la violencia. El femicidio suele ser el desenlace de un ciclo prolongado de maltrato, donde el control, la intimidación, y la manipulación emocional operan como formas persistentes de dominación.
El rol del psicólogo/a no se limita al acompañamiento terapéutico, sino que conlleva una responsabilidad ética y preventiva, escuchar sin juzgar, leer el riesgo femicida, legitimar el miedo y activar redes cuando la vida está en peligro. En este sentido, la neutralidad clínica no es una posición posible, porque guardar silencio frente a la violencia de género contribuye a su normalización y, en última instancia, a su continuidad.
Analizando el impacto de los discursos sociales que responsabilizan a las mujeres de la violencia que reciben. Preguntas como por qué no se fue, por qué no denunció o por qué volvió, desplazan el foco desde el agresor y el sistema hacia la víctima, reproduciendo una lógica de culpabilización que profundiza el daño. Estas narrativas no solo revictimizan, sino que refuerzan el silencio y el aislamiento.
Como plantea Marcela Lagarde, las mujeres viven inmersas en cautiverios sociales que definen roles, límites y destinos; cuando esos márgenes son desobedecidos, la violencia emerge como mecanismo de corrección y control (Lagarde, 1990).
Hablar de femicidio es también hablar de responsabilidad estatal. Cuando las denuncias no son escuchadas, cuando las medidas de protección no se implementan o cuando la justicia llega tarde, el Estado se convierte en un actor que permite la continuidad de la violencia. La prevención no puede limitarse a campañas simbólicas; requiere políticas públicas integrales, formación con enfoque de género en salud, educación y justicia, y un compromiso real con la vida de las mujeres.
Conmemorar el Día Nacional contra el Femicidio no es un ejercicio retórico ni una fecha para el duelo pasivo. Es un llamado ético y político a interrumpir las violencias antes de que se vuelvan irreversibles. Implica escuchar a las mujeres, creer en sus relatos, fortalecer redes comunitarias y exigir respuestas institucionales eficaces. Solo cuando comprendamos que el femicidio es una consecuencia directa de un sistema que desvaloriza la vida de las mujeres, podremos avanzar hacia transformaciones reales, profundas y sostenidas en el tiempo.
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