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La memoria es una función psicológica esencial que permite adquirir, almacenar y recuperar la información que experimentamos a lo largo de la vida.
La memoria es una función psicológica esencial que permite adquirir, almacenar y recuperar la información que experimentamos a lo largo de la vida. Es el proceso mediante el cual codificamos nuestras vivencias y conocimientos, lo que nos permite aprender del pasado y aplicarlo en el presente para adaptarnos a nuevas situaciones. Esta capacidad no solo es fundamental para el aprendizaje y el razonamiento, sino también para la construcción de nuestra identidad y para la continuidad de nuestro conocimiento personal.
Por otro lado, la memoria no es un sistema unitario, sino un conjunto de procesos y sistemas interconectados que trabajan de manera coordinada para gestionar la información. Desde la perspectiva de la psicología y la neurociencia, se reconoce que existen diferentes modalidades de memoria —como la memoria sensorial, la de corto plazo y la de largo plazo—, cada una con funciones específicas que contribuyen a la integración y al procesamiento global de la información. En este sentido, la memoria se configura como un proceso dinámico y complejo que almacena datos y también los transforma y los reinterpreta continuamente.
El proceso de la memoria se estructura en tres fases fundamentales: codificación, almacenamiento y recuperación.
La codificación es el primer paso del proceso de memoria, en el cual la información sensorial se transforma en representaciones mentales. Este proceso requiere atención para seleccionar y procesar sólo los estímulos relevantes del entorno.
Gracias a la codificación, el cerebro convierte los datos percibidos en un formato que puede ser manipulado y almacenado, estableciendo la base para que la información pueda ser utilizada en el futuro.
El almacenamiento es el proceso mediante el cual la información codificada se retiene a lo largo del tiempo. Esta fase implica la organización y consolidación de la información en esquemas o estructuras que le otorgan significado y facilitan su uso posterior.
Durante el almacenamiento, la información se integra en distintos sistemas de memoria, desde la memoria sensorial hasta la memoria a largo plazo, asegurando que los conocimientos adquiridos estén disponibles cuando se necesiten.
La recuperación es el proceso que permite acceder a la información almacenada cuando es necesario. Esto puede ocurrir de forma voluntaria, mediante un esfuerzo consciente, o de manera involuntaria, cuando ciertas claves o estímulos desencadenan el recuerdo.
La efectividad de la recuperación depende de la calidad de la codificación y el almacenamiento previos, y de la disponibilidad de señales que faciliten el acceso a la información, lo que en conjunto permite que los recuerdos se manifiesten de forma adecuada en situaciones cotidianas.
Existen distintos tipos de memoria, cada uno con características y funciones específicas que permiten manejar la gran cantidad de información que recibimos a diario. En términos generales, se clasifica en memoria sensorial, memoria a corto plazo y memoria a largo plazo.
La memoria sensorial es el primer sistema de retención, encargado de almacenar brevemente la información proveniente de los sentidos. Esta modalidad retiene la información de manera muy transitoria, generalmente por menos de un segundo, permitiendo que el cerebro la procese antes de que se pierda. Un ejemplo claro es la “memoria icónica”, que almacena información visual de forma inmediata y efímera.
En paralelo, la memoria sensorial es fundamental para la percepción, ya que posibilita una transición fluida entre la experiencia sensorial y el procesamiento cognitivo. Aunque su duración es muy corta, su capacidad es alta, y actúa como un filtro inicial que decide qué información será relevante para ser procesada en etapas posteriores.
La memoria a corto plazo, o memoria de trabajo, retiene la información durante breves periodos —generalmente de segundos a minutos— permitiendo su manipulación activa para la resolución de tareas cognitivas inmediatas. Este sistema es crucial para actividades como la lectura, el razonamiento y la toma de decisiones, al mantener la información disponible de manera temporal.
La memoria a largo plazo se encarga de almacenar la información de manera duradera, permitiendo que esta permanezca accesible durante meses, años o incluso toda la vida. Este sistema se subdivide en “memoria explícita”, que incluye recuerdos conscientes de hechos y eventos, y “memoria implícita”, relacionada con habilidades y hábitos que no requieren de un esfuerzo consciente para su recuperación.
La consolidación de la memoria a largo plazo implica procesos complejos de integración y transformación de la información, en los cuales participan diversas regiones cerebrales, como el hipocampo y el sistema límbico. En este sentido, este sistema es fundamental para la formación de la identidad y para la continuidad del aprendizaje, ya que permite que las experiencias pasadas influyan en el comportamiento y en las decisiones futuras.
Trabajar la memoria implica adoptar estrategias y técnicas que faciliten la codificación, el almacenamiento y la recuperación de la información. Ejercitar la memoria, a través de actividades que estimulen el pensamiento y la retención, es similar a entrenar un músculo: cuanto más se utiliza, más fuerte se vuelve. Esto incluye técnicas de mnemotecnia, la repetición espaciada y la organización de la información en esquemas que faciliten su procesamiento.
Además, en el ámbito de la psicología y la neurociencia se ha demostrado que mantener un estilo de vida saludable, con una adecuada alimentación, ejercicio físico y descanso, contribuye significativamente a la mejora de la memoria. El entrenamiento cognitivo, que puede incluir juegos de memoria, ejercicios de atención y tareas de razonamiento, también es fundamental para potenciar este proceso, permitiendo que la información se almacene de forma más eficiente y se recupere con mayor facilidad.
Según el DSM-5, la pérdida de memoria no se clasifica como un trastorno aislado, sino que se considera una manifestación central dentro de los Trastornos Neurocognitivos. En estos, se evalúa la memoria como uno de los dominios cognitivos clave, junto con el lenguaje, la percepción, la función ejecutiva y la capacidad para realizar actividades cotidianas.
En el caso del Trastorno Neurocognitivo Mayor —anteriormente conocido como demencia—, la pérdida de memoria es severa y afecta significativamente la autonomía del individuo, interfiriendo con sus actividades diarias. En el Trastorno Neurocognitivo Leve, la memoria se ve afectada de forma menos pronunciada, permitiendo que el paciente mantenga, en gran medida, su funcionamiento independiente a pesar de ciertas deficiencias.
El DSM-5 destaca la importancia de evaluar la memoria a través de pruebas neuropsicológicas que determinen el grado de deterioro en la codificación, el almacenamiento y la recuperación de la información. La pérdida de memoria, en este marco, se utiliza para diferenciar entre un deterioro leve —que podría ser parte del envejecimiento normal o del deterioro cognitivo leve— y un deterioro severo, característico de las demencias.
La etiología de estos trastornos neurocognitivos es diversa, siendo la enfermedad de Alzheimer la causa más común; sin embargo, también se consideran otras etiologías como la demencia vascular, los trastornos frontotemporales o demencias asociadas a otras condiciones médicas. La evaluación, por tanto, se basa en la comparación con el funcionamiento previo del individuo y en la determinación del impacto funcional que produce la pérdida de memoria.
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