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Efectos en la salud mental de mujeres víctimas de violencia sexual

Cifras entregadas por ONU Mujeres en el año 2021 señalan que 1 de cada 3 mujeres en el mundo ha sido víctima de violencia física o sexual. De acuerdo a esto, es imposible no preguntarse cuál es el impacto emocional que tiene ello en la vida de estas mujeres.

A pesar de que todos llevemos marcas de nuestras experiencias, la manera en que estas heridas sanan varía según cada persona. Frente a ello, el reconocimiento y escucha sin juicios tiene un valor primordial en el tratamiento de este trauma. Te invitamos a reflexionar con esta nueva columna de opinión, escrita por la docente y experta Mg. Ps. María Teresa Baquedano.

Efectos en la salud mental de mujeres víctimas de violencia sexual

“Testimoniar no es sólo tramitar una verdad, es un modo de socializarla (…) La imposibilidad de testimoniar intoxica. El material traumático si no se trabaja con palabra y relato se vuelve un freno a la vida, al paso del tiempo. Uno queda encerrado en una escena que no deja de terminar. Pero no es sin costo ponerle la escucha a un testimonio. Hay algo de lo insoportable que uno se decide a soportar”. (Calvi, 2020)

El trauma: una herida que sana por su reconocimiento

Así es, la palabra Trauma, proviene del griego que quiere decir herida. De este modo, el trauma tiene relación con el impacto, el efecto que ha experimentado un sujeto, que por las características del evento no cuenta con los mecanismo para elaborar la vivencia y así esta daña y lastima, horada la experiencia psíquica, ocasionando una huella, una marca.

Todos y todas, estamos constituidos por marcas, rastros de nuestro paso por el mundo y sus consecuencias, sin embargo, para cada cual tendrán un efecto singular las huellas de esas heridas y de cómo estas podrán sanar, para recuperarnos y seguir.

Sabemos que la violencia tiene como consecuencia la supresión de lo subjetivo, degradando la existencia hacia una cosificación de la misma. Es decir, nos encontramos con un sujeto expropiado de su condición como tal, para ser percibido como un objeto arrebatado de su experiencia. De este modo, es que la violencia ocasiona trauma, hiere a un individuo en lo más profundo de su dignidad, entonces, ¿cómo hacer el camino hacia la recuperación? ¿Cómo hacer el proceso que requiere sanar una herida?

Primero decir que el efecto traumático responderá siempre al resultado de una vivencia subjetiva, es decir, a la determinada elaboración singular que logre realizar quién es afectado(a). En este sentido, no existe una respuesta específica ni única asociada al evento traumático, si bien contamos con referencias, estas no pueden ser generalizables para todos(as). De este modo, la significación de lo vivido, responderá a procesos muy singulares de cada persona, que conciernen su desarrollo, su historia, así como también implicará a quienes sean parte de su comunidad, en cuanto a su respuesta y apoyo.

El tratamiento de la herida, por tanto, implicará no sólo al sujeto que la padece, sino que tendrá como pilar para el inicio de la elaboración, el acompañamiento que ofrece un tercero, que por medio del reconocimiento de la experiencia, habilitará el proceso de reconstrucción de una vivencia que quedó sin poder ser hablada, fuera de la trama social y simbólica que constituyen la existencia de todo ser humano. Con esto, la labor de resignificar, tendrá que ver con volver a escribir, volver a escribirse a sí mismo(a), pero esta vez, con y desde esa experiencia, con y desde un otro.

La confusión traumática

Uno de los elementos centrales que caracteriza las situaciones de abuso sexual en la infancia, es su carácter intrafamiliar. Es decir, que el ofensor, generalmente, resulta ser alguien que ocupa un lugar de confianza, afecto o validación al interior del núcleo familiar. Con este importante elemento, es que la vivencia traumática asociada al abuso sexual en la infancia y la adolescencia, tendrá a la base una dinámica afectiva, no hablamos de un desconocido o de alguien sin algún tipo de valor para ese niño, niña o adolescente, sino que hablamos de alguien que ocupa un lugar de referencia y lazo para toda la familia.

Hay un campo ganado, se parte con ese territorio especial per se, la asimetría está establecida y es justamente ese lugar de confianza y seguridad, el que se transgrede. Es este un punto de inflexión, ya que ¿ese lugar, de amor y de confianza, habilita para hacer uso de ese otro en desventaja, para alcanzar una propia satisfacción? ¿El amor, la familia lo permite todo? Por otra parte, ¿no se tendría que producir en ese adulto, con saber y experiencia, el ejercicio de una cautela hacia quienes aún no alcanzan el desarrollo de todas sus habilidades y recursos para decidir por sí mismos(as)? Y que más aún, ¿dependen de él? Como se resuelva para cada quien esta pregunta, remitirá a destinos y resultados muy distintos.

Una persona que decide, de subjetivar al otro y reducirlo al estatus de objeto, se sirve de estrategias para asegurar el silencio y la consecución de la interacción abusiva, para que esta no sea vista, ni oída, ni creída, incluso hasta por quien mismo(a) es agredido(a). Son los “trucos” que esta figura ofensora despliega lo que va a instalar la confusión atrapante que va a sepultar el trauma, la herida registrada en el cuerpo, en la mente, difícil de identificar como violenta y abusiva, ya que proviene de alguien que en su rol estaba amar y cuidar, velando por el cumplimiento de esa función, no haciendo uso y abuso de ella. Es difícil nombrar lo violento de la experiencia, para quien depende afectivamente, físicamente y psicológicamente de otro, ¿cómo se podría cuestionar ese acto si proviene de quien se ama?

Se ama y se odia, no se consiente, así como “dejar que pase” esta muy lejos de consentir, está solución resulta una respuesta ante el horror de lo confuso, dejar que pase para sobrevivir. La ambivalencia, como efecto propio de la dinámica abusiva, en que el amor y la agresión se entremezclan y enredan, produce que el afecto resulte incomprensible e inadmisible, surrealista completamente. Esta expresión ambivalente fuerza al psiquismo a tener que inventar explicaciones, defensas para lidiar con este afecto contradictorio, por tanto, es mejor no hablar, es mejor hacer como que no existió y seguir adelante. He ahí la disociación, es decir, vivir con dos realidades incompatibles obliga a recurrir al mecanismo de disociación para mantener algo de estabilidad del sí mismo. Esto como efecto del encierro y la captura en la que se encuentra un niño(a) que está inserto en la dinámica abusiva (Barudy, 1998).

El “mal amor” como con una paciente nombrábamos sus sentimientos hacia su agresor, surgen en el intento de construir un modo de hablar sobre la experiencia vivida, que contenga lo contradictorio de su afecto hacia su ofensor, permite comenzar a hablar con un otro(a) sobre esto que puede ser experimentado con extrañeza, vergüenza y rechazo. Porque no es una experiencia clara, no es limpia, está teñida por un modo particular de relación desarrollado por quien es nombrado como agresor, el transgresor de un vínculo originado en base a la confianza. No hay pureza en la historia y son los matrices con los que nos toca resolver.

De este modo, ¿cómo sostener y elaborar el surgimiento de estos sentimientos tan contradictorios y opuestos que pueden surgir en el ámbito terapéutico?

El valor del reconocimiento

Como lo señala Calvi (2020) “Un trauma necesita para ser trabajado, que haya alguien que lo aloje”, alguien que de lugar de existencia y de reconocimiento, sólo desde este punto será posible comenzar a recomponer la historia que habría quedado horadada, fracturada producto del horror de ese encuentro con lo innombrable. La confusión y la ambivalencia encuentran su lugar y su ligar, en relación a un otro que valida la experiencia y la habilita para ser escuchada, creída y significada.

Es habitual, como lo señala Calvi (2020) que ante la incongruencia y ante el impacto de lo extraño y secreto de la conducta del adulto, el niño(a) se sumerja en una confusión y perplejidad en torno a la definición o categorización de esa experiencia que está viviendo, para terminar en una ambivalencia o conflicto permanente de repugnancia y rechazo, junto a la ilusión de conservar alguna faceta positiva del agresor.

La escucha tiene un valor elaborativo en sí mismo, en especial si quien escucha, no apunta a establecer juicios o normas respecto de lo que se debe sentir sobre esa figura o hacia determinada vivencia. Por ejemplo, ayudar a pensar esos sentimientos, poder revisar qué acciones aportarían a la tranquilidad de nuestra paciente respecto de su figura agresora y los sentimientos que experimenta, validar el amor o el echar de menos. Por lo tanto, es abordando ese “mal amor” y sus resonancias, un punto de partida que libera al sujeto de poder hablar y ser escuchado en cuanto a la multiplicidad de emociones que acompañaron la experiencia abusiva, a su ritmo y a su tiempo.

El espacio terapéutico ha de constituirse en un lugar en donde hay cosas que sí se pueden decir y que posiblemente en otros espacios, no. Acompañar en la necesidad de saber si el agresor está bien, escribir una carta o despedirse simbólicamente. Lo importante frente a la ambivalencia es, justamente eso, sostener la dualidad, que es posible la contradicción y que es esperable vivir ambas emociones (amor y odio) normalizando la experiencia, dándole lugar de existencia, sin cuestionarla, ya que no hay un modo único de responder a la experiencia afectiva que implica el abuso.

Entonces, como no alojar, como no hablar de esa figura que da origen a la contradicción y a la confusión. Me parece un requisito mínimo, ofrecer esa escucha neutra y limpia, para dar curso al tejido que permitirá ir reconstruyendo la experiencia y desde ella, con ella, ir encontrando los modos para la integración que hacen que una persona pueda encontrarse y restituir su subjetividad ante lo padecido.

Será ese reconocimiento que produce la acogida del otro, lo que permita el camino a sanar las heridas, construir una historia sostenida en un trauma social que afirma y rescata de la confusión y el horror de haberse mantenido en la soledad.

Referencias

  • Barudy, J. (1998) El dolor invisible de la infancia. Ed. Paidos
  • Calvi, B. (202) Los sonidos del silencia. Ed. Lugar
  • Perrone, R & Nannini, M (1997). Violencia y Abusos Sexuales en la Familia. Un abordaje sistémico y comunicacional. Buenos Aires: Paidós.
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