PhD. Mg. Ps. Gonzalo Miranda Hiriart
Psicoanalista, Máster en Psicología Clínica y Doctor...
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Los trastornos afectivos, también conocidos como trastornos del estado de ánimo, son una de las categorías más frecuentes en salud mental. En este artículo, exploramos su definición, síntomas, clasificación diagnóstica y principales tratamientos desde una mirada clínica.
Los trastornos afectivos representan una categoría diagnóstica central en salud mental, debido a su alta prevalencia, complejidad clínica y repercusión funcional en la vida de las personas. Su estudio exige una comprensión rigurosa de sus manifestaciones, criterios diagnósticos y abordajes terapéuticos desde una perspectiva crítica y contextualizada.
Para profundizar en estos aspectos, conversamos con el docente de Adipa, PhD. Mg. Ps. Gonzalo Miranda Hiriart, Psicoanalista, Máster en Psicología Clínica y Doctor en Salud Pública.
Los afectos son un componente central de la experiencia humana. Por lo mismo, se ven comprometidos de una u otra manera en cualquier trastorno. En psiquiatría se denomina específicamente “trastornos afectivos” -también llamados trastornos del estado de ánimo o del humor- a cuadros psicopatológicos caracterizados por alteraciones significativas, sostenidas y clínicamente relevantes en el estado emocional afectivo basal, es decir, al ánimo, que es el tipo de afecto que más profundamente nos determina y afecta nuestra vitalidad.
Estas alteraciones afectan de manera directa la experiencia subjetiva del individuo, su funcionamiento cognitivo, conductual, interpersonal y ocupacional (American Psychiatric Association, 2013).
De acuerdo con el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5), los trastornos afectivos incluyen principalmente dos polos: los cuadros depresivos y los episodios maníacos o hipomaníacos, que se presentan de forma alternante o combinada en el caso del trastorno bipolar.
Aunque, como señala el especialista entrevistado, podría considerarse legítimo incluir dentro de los trastornos afectivos aquellos cuadros donde la angustia es el síntoma cardinal, las clasificaciones contemporáneas —como el DSM-5— delimitan esta categoría a dos grandes grupos: los trastornos depresivos y los trastornos bipolares y relacionados.
A continuación, se describen sus principales subtipos diagnósticos, incluyendo los criterios clínicos establecidos y algunas variantes menos frecuentes.
Los trastornos depresivos se caracterizan por la presencia predominante de un estado de ánimo bajo, pérdida de interés o placer, y una gran variedad de síntomas que afectan e influyen en el funcionamiento cognitivo, somático y afectivo de un individuo.
Dentro de su clasificación, encontramos el trastorno depresivo mayor y la distimia.
De acuerdo al DSM-5, el trastorno depresivo mayor (TDM) es un diagnóstico prototípico dentro de los trastornos depresivos. Se caracteriza por la presencia de uno o más episodios depresivos de al menos dos semanas de duración, en los que se evidencian cambios marcados en el estado de ánimo, las funciones neurovegetativas y la cognición, generando un deterioro funcional significativo.
Entre los síntomas más característicos se incluyen:
Para su diagnóstico, es necesario que al menos cinco de estos síntomas estén presentes la mayor parte del día, casi todos los días, durante dos semanas consecutivas, siendo obligatorio que uno de ellos sea el estado de ánimo deprimido o la pérdida de interés o placer (APA, 2014). Estos síntomas no deben atribuirse a los efectos fisiológicos de una sustancia ni a una condición médica.
Este trastorno presenta alta comorbilidad con otros diagnósticos, tales como: los trastornos de ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), los trastornos de la conducta alimentaria, el consumo problemático de sustancias y los trastornos de personalidad, especialmente el trastorno límite. Esta comorbilidad suele agravar el pronóstico, aumentar el riesgo de suicidio y requerir un abordaje clínico integral.
El trastorno depresivo persistente, también conocido como distimia, es un diagnóstico que agrupa el antiguo trastorno distímico y la depresión mayor crónica, de acuerdo a los criterios establecidos en el DSM-5.
Este trastorno se caracteriza por un ánimo deprimido presente durante la mayor parte del día, la mayoría de los días, por un mínimo de dos años en adultos, o de un año en niños y adolescentes.
Durante ese tiempo, deben presentarse al menos dos de los siguientes síntomas:
Estos síntomas deben mantenerse de manera continua, sin remisiones superiores a dos meses consecutivos. Además, no deben atribuirse a otra condición médica, ni a la presencia de trastornos psicóticos, y el consumo de sustancias.
El DSM-5 especifica diversas presentaciones clínicas del trastorno depresivo persistente, dependiendo de la coexistencia o no de episodios depresivos mayores a lo largo de los dos años. Estas variantes incluyen: síndrome distímico puro, episodio de depresión mayor persistente, episodios intermitentes de depresión mayor con o sin episodio actual. También se debe especificar si el inicio fue temprano (antes de los 21 años) o tardío, y la gravedad del cuadro (leve, moderado o grave).
Los trastornos bipolares corresponden a una categoría clínica dentro de los trastornos afectivos, caracterizada por la oscilación cíclica entre episodios de depresión y estados de ánimo anormalmente elevados, expansivos o irritables. Esta alternancia en el estado afectivo puede provocar un deterioro significativo en la funcionalidad personal, social y laboral del individuo.
Según el DSM-5, los trastornos bipolares se clasifican principalmente en trastorno bipolar tipo I y trastorno bipolar tipo II:
Se define por la presencia de al menos un episodio maníaco, el cual puede estar seguido por episodios depresivos mayores o hipomaníacos. El episodio maníaco constituye el criterio esencial para el diagnóstico, incluso si no hay historia previa de depresión.
El episodio maníaco se caracteriza por un periodo claramente delimitado de estado de ánimo anormalmente elevado, irritable o expansivo, que dura al menos una semana (o cualquier duración si quiere hospitalización). Durante ese periodo deben estar presente al menos tres (o cuatro si el estado de ánimo es solo irritable) de los siguientes síntomas:
Estos síntomas deben ser suficientemente graves como para provocar deterioro funcional marcado, requerir hospitalización o implicar riesgo para sí mismo u otros. El episodio no debe atribuirse a una sustancia o condición médica.
Es muy importante saber que, los antecedentes familiares en este tipo de trastorno representan un factor de riesgo relevante. Factores genéticos, psicosociales y neurobiológicos están implicados en su etiología. Asimismo, se ha observado una asociación con temperamentos ciclotímicos o antecedentes de desregulación afectiva en la infancia.
Este tipo se caracteriza por la ocurrencia de al menos un episodio depresivo mayor y al menos un episodio hipomaníaco, sin que haya existido nunca un episodio maníaco. A pesar de que suele considerarse clínicamente “menos grave” que el tipo I por la ausencia de manía, estudios recientes han arrojado que el sufrimiento subjetivo, la difusión y el riesgo suicida pueden ser igual de importantes o incluso mayores.
El episodio hipomaníaco se define como un período diferenciado de estado de ánimo elevado, expansivo o irritable, con aumento persistente y anormal de la actividad o energía, que dura al menos cuatro días consecutivos y está presente la mayor parte del día, pero sin una alteración marcada del juicio, y sin la presencia de síntomas psicóticos, como alucinaciones o ideas delirantes. .
Durante ese periodo deben presentarse al menos tres (o cuatro, si el ánimo es solo irritable) de los siguientes síntomas:
A diferencia del episodio maníaco, la hipomanía no causa un deterioro funcional marcado ni quiere hospitalización.
Al igual que el trastorno bipolar tipo I, en este trastorno se incrementa el riesgo en personas con antecedentes familiares de trastornos bipolares. También se ha asociado con temperamentos afectivos inestables, trauma infantil y presencia de trastornos comórbidos del estado de ánimo o ansiedad.
Además del trastorno depresivo mayor y los subtipos bipolares, el DSM-5 y la literatura clínica reconocen otras formas de trastornos afectivos menos frecuentes, pero clínicamente importantes. Estas incluyen formas crónicas, estacionales o fluctuantes que pueden pasar desapercibidas o confundirse con otros cuadros si no se realiza una evaluación cuidadosa.
Tales como:
Trastornos | Características | Consideraciones clínicas |
Ciclotimia | Fluctuaciones crónicas entre síntomas depresivos e hipomaníacos sin cumplir criterios completos para ninguno de los dos. | Mayor riesgo de evolucionar a trastorno bipolar; difícil de diagnosticar por su forma leve y fluctuante. |
Trastorno afectivo estacional | Episodios depresivos recurrentes en ciertas estaciones (principalmente otoño/invierno). |
Puede confundirse con depresión mayor; responde bien a fototerapia.
|
Trastorno disfórico premenstrual | Síntomas afectivos intensos durante la fase lútea del ciclo menstrual (irritabilidad, labilidad emocional, tristeza). | Diagnóstico diferencial con depresión mayor y TLP; requiere monitoreo prospectivo para confirmación clínica. |
El tratamiento de los trastornos afectivos representa uno de los desafíos más complejos en salud mental, debido a la heterogeneidad de los cuadros, la alta comorbilidad y la ausencia de marcadores biológicos que permitan un diagnóstico y abordaje plenamente específico.
A continuación, se presentan los principales enfoques terapéuticos actualmente utilizados, junto con las consideraciones clínicas más relevantes para su aplicación.
El tratamiento psicoterapéutico constituye una de las estrategias de primera línea para los trastornos afectivos, especialmente en aquellos casos en que los síntomas no alcanzan niveles severos o cuando se busca prevenir recaídas. La elección del enfoque depende del tipo de trastorno, el nivel de funcionalidad, la historia clínica del paciente y sus características contextuales.
Desde la perspectiva clínica, no existe un único modelo psicoterapéutico universalmente efectivo para todos los casos. El abordaje debe considerar las particularidades del cuadro, evitando aplicar los tratamientos como un protocolo estándar. Como señaló el docente entrevistado, “no hay un tratamiento estándar que sirva igual para todos”, y los resultados varían según el criterio que se utilice para definir “efectividad”.
Es común que, en casos de cuadros afectivos, especialmente en trastornos depresivos mayores y bipolares, el tratamiento farmacológico tiene un papel esencial en el plan terapéutico. Fármacos como antidepresivos, estabilizadores del ánimo y, en algunos casos, antipsicóticos atípicos.
No obstante, es indispensable considerar que la respuesta a la farmacoterapia no es homogénea y que muchos estudios de eficacia utilizan criterios a corto plazo, sin considerar variables de largo plazo como las recaídas o la funcionalidad psicosocial. Como advierte el docente, trasladar la lógica biomédica a la evaluación de la psicoterapia o el tratamiento afectivo puede ser problemático y conducir a conclusiones reduccionistas.
Además, se debe tener precaución al evaluar cuadros en pacientes que consumen sustancias psicoactivas o fármacos con efectos neuropsiquiátricos, ya que esto puede modificar significativamente la presentación clínica. En este sentido, una buena anamnesis y el seguimiento longitudinal son fundamentales para realizar un diagnóstico y tratamiento adecuado.
El abordaje efectivo de los trastornos afectivos requiere, en muchos casos, de un trabajo interdisciplinario que combine psicoterapia, intervención psiquiátrica, apoyo familiar y recursos psicosociales.
“La verdadera interdisciplinariedad no es interprofesionalidad; no se limita al trabajo conjunto entre especialidades, sino que implica el diálogo entre marcos de referencia diversos”, menciona el docente. Reconociendo los aportes específicos de la psiquiatría, la psicología clínica, la terapia ocupacional, el trabajo social, la neurología y otras disciplinas, según cada caso.
En cuanto a la psicoeducación, esta se plantea como una herramienta útil en contextos donde el paciente y su entorno deben comprender la naturaleza del trastorno, sus fluctuaciones, y la importancia de la adherencia al tratamiento. Sin embargo, el entrevistado advierte sobre los riesgos de “ontologizar” el diagnóstico, es decir, tratarlo como una entidad fija o universal, sin considerar las variaciones culturales, contextuales y la experiencia efectiva“.
“La identificación con un diagnóstico, si bien alivia, limita al sujeto y a su entorno… Aunque duela, hay que reconocer que no es lo mismo un diagnóstico de diabetes que uno de bipolaridad o trastorno de la personalidad”, enfatiza el especialista.
El abordaje de los trastornos afectivos implica desafíos clínicos complejos que van más allá de los manuales. Debemos reconocer aspectos críticos del diagnóstico, la comorbilidad y las buenas prácticas en contextos reales de atención.
El diagnóstico de los trastornos afectivos plantea desafíos importantes en la práctica clínica. Si bien los manuales como el DSM-5 ofrecen criterios claros y estructurados, en la realidad clínica muchas veces los cuadros no se ajustan con precisión a una categoría única. Tal como señala el docente entrevistado, “hacer un diagnóstico no es una lista de chequeo, no es “encajar” al paciente en una categoría, sino comprender su sufrimiento en toda su complejidad”.
“Tampoco las clasificaciones son exhaustivas, y por lo mismo, el nivel de comorbilidad es muy alta si se utilizan, por ejemplo, criterios como el DSM”, añade.
También existen presentaciones atípicas, síntomas enmascaradadores y factores contextuales (como trauma, precariedad o consumo de sustancias) que alteran la expresión sintomática y dificultan una clasificación precisa. Además, explica que: “en los sistemas de salud pública, los instrumentos usados suelen ser de tamizaje, no de evaluación diagnóstica profunda, lo que puede generar sobrediagnósticos o rotulaciones apresuradas. Recordemos que el diagnóstico debe ser clínicamente útil, no un asunto administrativo”.
La comorbilidad es la norma más que la excepción en los trastornos afectivos. Según el DSM-5, es frecuente que coexistan con trastornos de ansiedad, trastorno límite de la personalidad, consumo problemático de sustancias, TOC y trastornos del sueño, entre otros.
El docente remarca que “en este campo no existe la especificidad clásica de la medicina”, y que “los diagnósticos meramente descriptivos por sí solos no bastan para orientar un tratamiento”.
“Es como si un médico se quedara tranquilo diciendo que un paciente tiene algo así como un ‘síndrome tusivo’ porque lleva dos semanas con una tos que no se le pasa. Eso puede ser cualquier cosa. Se puede llegar a un cuadro así por caminos distintos. Eso pasa con la depresión, por ejemplo, que además, ha tenido un incremento notable desde que está en el GES. Es decir, hay también otras variables que inciden en un diagnóstico”, menciona el especialista.
En este contexto, el diagnóstico diferencial requiere una mirada estructural, longitudinal y crítica, que evalúe la evolución del cuadro, el entorno del paciente y los factores precipitantes, más allá de aplicar listas de síntomas. Además, es fundamental considerar “tanto la destreza, lo que se llama ‘ojo clínico’, como cautela, porque cualquier diagnóstico tiene consecuencias en muchas esferas de la vida”, explica.
En contextos de alta complejidad, las buenas prácticas clínicas deben priorizar:
Finalmente, el especialista enfatiza: “No se trata de aplicar protocolos, sino de escuchar, mirar y pensar con el otro. A veces se confunden los planos, el clínico se dedica más que a hacer un diagnóstico, a revisar factores de riesgos identificados a través de estudios poblacionales, y lo mismo pasa con los tratamientos. La clínica requiere humildad, pensamiento crítico y la capacidad de dejarse sorprender… además de un vínculo. La clínica verdadera no es anónima”.
American Psychiatric Association. (2013). Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales: DSM-5 (5.ª ed.). Editorial Médica Panamericana.
Campos, M. S., & Martínez-Larrea, J. A. (2002). Trastornos afectivos: análisis de su comorbilidad en los trastornos psiquiátricos más frecuentes. Revista Española de Comunicación y Salud, 25(Supl. 3), 117–136.
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