Dr (c). Mg. Ps. Erick Leonardo Millanao Toledo
Psicólogo, Magíster en Psicología Clínica y Magíster...
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En la presente columna de opinión, el docente Dr. (c) Mg. Ps. Erick Leonardo Millanao Toledo —psicólogo, magíster en Psicología Clínica y en Educación Superior, y candidato a doctor en Psicología— reflexiona sobre la complejidad de la delincuencia juvenil desde una mirada psicológica, simbólica y social.
El fenómeno de la llamada delincuencia juvenil, quizás mejor descrita como delincuencia adolescente, suele abordarse bajo metáforas simplificadas, como si se tratara de los duelos cinematográficos del viejo oeste donde el sheriff, con una sola bala, logra abatir al villano. En este imaginario, se busca una “bala de plata”, una solución inmediata y definitiva para enfrentar un problema complejo, profundamente arraigado en estructuras sociales, culturales y psicológicas.
Pero ¿quién es el sheriff? ¿qué representa esta figura simbólica en el contexto actual? La palabra sheriff, derivada del antiguo inglés shire-reeve (administrador y representante del rey en los condados ingleses), puede entenderse, desde una perspectiva psicológica, como el representante del orden dentro del aparato psíquico: el ego o yo, encargado de mantener el equilibrio entre los impulsos internos y las exigencias externas. Esta analogía nos permite reflexionar sobre cómo la sociedad busca imponer control externo a quienes han cometido comportamientos ilícitos, sin antes asumir una genuina responsabilidad interna sobre el fenómeno.
Laplanche y Pontalis (2003) definen la proyección como el acto de “arrojar fuera lo que no se desea reconocer en sí mismo o ser uno mismo” (p.311). Esto nos invita a preguntarnos como sociedad, pero imprescindiblemente como profesionales de la psicología, ¿estamos realmente capacitados para diferenciar aquello que proyectamos sobre los sujetos infractores de lo que efectivamente hay en ellos? ¿No estaríamos corriendo el riesgo de estigmatizar, al atribuirles características que nuestra propia ansiedad rechaza en nosotros mismos?
En tal perspectiva, la delincuencia adolescente no es un “objeto de estudio” ajeno a nosotros, sino una manifestación social compleja en el cual todos estamos implicados. Al respecto, no podemos renunciar por afanes de la política –o de más o menos “likes”– a un planteamiento del problema de modo disciplinar, desde una perspectiva biopsicosocial, en que la complejidad del fenómeno se recoja desde su raíz etimológica como alusión a una estructura entrelazada, como un tejido; de modo tal que, más que balas de plata, lo que habría que procurar es lograr distinguir los hilos con los cuales se ha ido tejiendo este intrincado laberinto.
El modelo RNR (riesgo, necesidad y responsividad) desarrollado por Andrews y Bonta es un marco teórico ampliamente reconocido en el campo de la intervención penitenciaria y forense para reducir la reincidencia delictiva. De acuerdo con dicho modelo, para maximizar su efectividad, el nivel de intervención dirigido a personas infractoras de ley debe ajustarse proporcionalmente a su nivel específico de riesgo criminógeno. Si bien ha sido preponderantemente usado en población adulta, entrega luces acerca de los factores que aumentan el riesgo de mantenerse en la comisión de conductas delictivas, tales como familia, pareja, pares, trabajo, educación, consumo abusivo de drogas, actitud frente al delito y la existencia de un patrón de comportamiento antisocial.
Los teóricos de las llamadas “carreras delictivas” han señalado que durante la adolescencia es común observar en la población general comportamientos que pudieran ser catalogados como “antisociales”. No obstante, estos autores sugieren que tales actos suelen ser transitorios, disminuyendo conforme avanza la madurez y surgen nuevas responsabilidades vitales (Redondo & Pueyo, 2007). Cuando dichas conductas persisten o adquieren gravedad, pueden indicar la presencia de alteraciones más profundas en la estructura de la personalidad.
Desde una perspectiva evolutiva, la adolescencia constituye una etapa crítica en la formación de la identidad. Erik Erikson (1968) destacó que la tarea psicosocial central de este período vital es precisamente la búsqueda de identidad, coincidiendo con la estabilización de la personalidad al finalizar la adolescencia, fijando la pubertad como el punto crítico inicial de dicha etapa. Este proceso implica un verdadero rito de iniciación en el cual se abandona el mundo infantil regulado por los padres, para ingresar en el camino de la individuación hacia la etapa adulta. Durante este tránsito, los adolescentes entran en contacto con aspectos sombríos de sí mismos, que deben integrar en su conciencia para construir una identidad coherente (Millanao, 2015).
En efecto, tradicionalmente el paso de la niñez a la adultez, como una “mutación ontológica del régimen existencial” (Eliade, 2008, p.8) fue acompañado por rituales de iniciación, los cuales incorporaban la necesidad de superar unas pruebas (Maisonneuve, 1991) para mostrar la valía del iniciando y, por lo tanto, consideraban efectivamente la ejecución de conductas de riesgo. Sin embargo, en la actualidad, los jóvenes carecen de rituales institucionalizados que den marco simbólico y sentido a este proceso. Como señala Millanao (2009), factores como el consumismo y la secularización han despojado a la sociedad de espacios ritualizados que permitan contener esta crisis identitaria.
Así, los adolescentes buscan caminos alternativos —muchas veces peligrosos— para forjar su propia identidad, recurriendo a conductas disruptivas que, lejos de ser meramente rebeldes y oposicionistas, pueden expresar una necesidad vital de existir y de dejar huella, pero que, al menos para quienes persisten en el comportamiento delictual, no logran encontrar el continente simbólico y ritualístico con que contaban sus antepasados, ni tampoco un guía que acompañe y ayude a otorgar un sentido existencialmente coherente a tal experiencia.
Bajo esta mirada, la adultez para el púber se presenta como un “destino ineludible”, respecto del cual “el valor no reside en el sufrimiento en sí sino en la actitud frente al sufrimiento” (Frankl, 2004, p.134), esto es, hallar un sentido sacrificial a tal vivencia existencial, sentido que, ante el vacío relacional de humanos significativos, deviene en la imposibilidad de abandonar tal accionar disruptivo. Tal es precisamente el nicho relacional que el psicoterapeuta está llamado a habitar y resignificar, entendiendo el ejercicio terapéutico desde su origen en el vocablo griego “therapon”, el cual designaba al escudero que auxiliaba al guerrero.
En medio de este complejo panorama, surge la pregunta inevitable: ¿qué ocurre con aquellos adolescentes que, más allá de las circunstancias contextuales, presentan un patrón de conducta persistente, frío y calculador?
Este precisamente es aquel “patrón antisocial” que, como factor de riesgo de reincidencia, acompaña la evaluación desde el paradigma RNR. Y a este respecto se torna necesario efectuar una posible aclaración: la psicopatía no debe confundirse con el Trastorno de Personalidad Antisocial. Mientras este último puede responder a aprendizajes ambientales o a mecanismos defensivos adaptativos, la psicopatía se caracteriza por una ausencia fundamental de vínculo afectivo con el otro y una desconexión con la propia corporalidad. Desde esta óptica, la psicopatía no es solo una cuestión de conducta, sino de estructura psíquica.
Ricardo Capponi (2016) recuerda que todo comportamiento considerado “anormal” depende del marco cultural e histórico en el que se inserta. Por tanto, el diagnóstico psicológico no puede realizarse en abstracto, sino contextualizado, y con una profunda consciencia ética.
La psicopatía, en cuanto estructura psicológica, se manifiesta por dos marcas indelebles:
Esto explica por qué, aunque el psicópata puede discernir entre lo legal y lo ilegal, carece de una motivación interna para respetar las normas sociales. Su sintomatología es egosintónica, es decir, compatible con su manera de ser, por lo cual no experimenta conflicto interno al respecto.
Desde un punto de vista eminentemente clínico no es posible hablar de una condición psicopatológica tal que viabilizara una eventual inimputabilidad, puesto que tal persona, aunque con cierta distorsión originada en la carencia afectiva respecto de sus relaciones interpersonales, permanece en contacto con la realidad y con conservada capacidad para establecer diferenciaciones entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo legal y el delito.
Más que tratarse de una psicopatología invalidante se trata de un tipo de personalidad que entra en conflicto no tanto con la clínica psicológica, sino más bien con la moralidad social. Es decir, si bien la psicopatía tiene implicancias
clínicas, su mayor relevancia reside en el ámbito sociológico y la política pública. La cuestión principal no radica en su eventual tratamiento terapéutico, aunque no exista evidencia concluyente de cambios significativos en la estructura psicopática, sino en cómo la sociedad gestiona su presencia ¿Qué hacer frente al dilema de encontrar individuos que presentan una incapacidad de compatibilizar la propia búsqueda de felicidad con el respeto por la felicidad y el mínimo bienestar de los otros? ¿Cómo respondemos ante quienes funcionan sin empatía, explotando, dañando y manipulando cruelmente a los demás?
Finalmente, no pueden quedar fuera de toda aproximación, las eventuales consecuencias paradójicas que se generan a raíz de la manera que se ha tenido hasta ahora de abordar el fenómeno de la llamada “delincuencia juvenil”, bajo un criterio eminentemente jurídico enmarcado en la Ley 20.084 de Responsabilidad Penal Adolescente. ¿Qué aprendizaje estamos como sociedad propiciando en los adolescentes que hoy en día cometen conductas de daño hacia la sociedad y las personas? ¿será que acaso, en nombre del respeto a los derechos de los niños, niñas y adolescentes, estamos inadvertidamente reforzando conductas disruptivas?
Por otro lado, tampoco debemos caer en la tentación de pasar del diagnóstico al sobrediagnóstico y la etiqueta estigmatizante. El diagnóstico psicológico no es una sentencia; es una herramienta que, mal utilizada, puede convertirse en arma de exclusión. El diagnóstico en última instancia consiste en reducir un síndrome o cuadro clínico a una palabra que apunta a calificar la forma de pensar, sentir y conducirse de una persona, respecto de lo cual resulta resonante cuando Vicente Huidobro en su poema Arte poética escribía “el adjetivo, cuando no da vida, mata”.
Comprender la delincuencia adolescente requiere ir más allá de las categorías clínicas estáticas. Debemos mirar hacia lo simbólico, lo institucional y lo psíquico, reconociendo que cada adolescente infractor lleva consigo una historia, una carencia, un vacío que intenta llenar. Y en algunos casos esa historia vital puede encontrarse circunscrita a un modo peculiar e inflexible de relacionarse con la corporalidad y el mundo afectivo, lo que requiere de un pertinente y pronto reconocimiento.
La psicología no puede resolverlo todo. El ejercicio de acompañamiento terapéutico no puede hacerse en soledad. Es necesario un enfoque multidisciplinario e interinstitucional, que combine estrategias clínicas, ocupacionales, educativas, sociales y políticas. Solo así podremos dejar de ver a quien ha cometido conductas delictivas como un enemigo que debemos vencer en un duelo del viejo oeste y como sociedad ya no divagaremos buscando “balas de plata” para matar al “villano” o, en otra analogía congruente, al vampiro que no ha sido capaz de ser detenido por ningún otro medio, ya que –en cualquier circunstancia– se trata de personas que, por distintas razones, nunca encontraron
su lugar en el mundo.
Más allá de consideraciones de índole penal y en estricto resguardo de la dignidad humana, la psicología puede y debe distanciarse de cualquier función sancionadora, reencontrando su vocación terapéutica. Desde esta perspectiva, la intervención psicoterapéutica puede orientarse a facilitar procesos de autodescubrimiento, flexibilización cognitiva y resignificación de identidades, superando rigideces y profecías autocumplidas. El objetivo, entonces, no se restringe únicamente a promover un cambio actitudinal en los sujetos que han incurrido en conductas disruptivas, sino también a generar un cambio actitudinal respecto de la forma de intervenir para garantizar su derecho al desarrollo integral como personas validadas en su humanidad. Paralelamente, esta perspectiva podrá contribuir a la disminución de los factores que perpetúan la victimización de otros actores sociales en contextos marcados por la complejidad de estos fenómenos.
Más que balas de plata se requieren texturas doradas que promuevan la relación humana y la autorrealización. Y quizás, en ese esfuerzo conjunto, también encontremos nuestro lugar como psicólogos, no como sheriffs solitarios, sino como parte de una comunidad que busca comprender, acoger y transformar.
Avello, D. M., Zambrano, A. X. & Román, A. (2018). Responsabilidad penal adolescente en Chile: propuestas para implementar la intervención psicosocial en Secciones Juveniles. Revista Criminalidad, 60 (3): 205-219.
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Eliade, M. (2008). Muerte e iniciaciones místicas. Terramar.
Farrington, D. & Welsh, B. (2007). Apoyo Científico en Relación con la Prevención Temprana de la Delincuencia y la Delincuencia Tardía. Revista de Derecho Penal y Criminología, 2(19), 531-550.
Florenzano, R. & Valdés, M. (2013). El Adolescente y sus Conductas de Riesgo. 3° edición ampliada. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.
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Redondo, S. & Pueyo, A. (2007). La Psicología de la Delincuencia. Papeles del Psicólogo, 28(3), 147-156.
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