Ps. María José Jeldres
Psicóloga, Universidad Miguel de Cervantes.
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En el Día Internacional del Autocuidado, la psicóloga y embajadora de Adipa, María José Jeldres, nos invita a reflexionar sobre cómo el acto de cuidarnos —especialmente en contextos de alta exigencia profesional— puede convertirse en una forma de resistencia, dignidad y presencia genuina.
Como profesionales del ámbito psicosocial, vivimos expuestos a una paradoja persistente: cuidamos mucho y nos cuidamos poco. Lo hacemos por vocación, sí, pero también porque el sistema suele orillarnos a sostener sin tregua. Entre brechas institucionales, escaso sostén en bienestar laboral y heridas emocionales que nos enseñaron a medir nuestro valor por lo que damos, el autocuidado se vuelve lo primero que postergamos.
Y no es algo que solo afecte al mundo psicosocial. Estamos probablemente más susceptibles por la naturaleza de nuestro trabajo, pero esta tensión entre el dar y el recibir es inherente al ser humano. La vemos reflejada en nuestras amistades, en nuestras familias, y por supuesto, en nosotros mismos.
En ese contexto, el autocuidado no es solo una experiencia personal de bienestar. Es una base necesaria para seguir cuidando sin que se nos vaya la vida en el intento.
Comer sin prisa; silenciar notificaciones; reservarse el derecho a no estar disponible 24/7. A veces, el autocuidado aparece así: simple, incómodo y vital.
No siempre es paz. Con frecuencia, incomoda, incluso puede doler: es la fricción entre el piloto automático y la decisión consciente. Decir no, donde siempre decías sí; aplazar un placer inmediato para preservar un bienestar futuro. Ese gesto aparentemente pequeño es, en realidad, urgente —sobre todo cuando tu oficio es sostener a otros y el mundo asume que eso ocurre sin costo personal (Maslach & Leiter, 2016).
Durante años, la imagen más difundida del bienestar fue estética: velas, frases motivacionales, rutinas de spa. Pero eso solo es la parte más visible y comercial del autocuidado. El autocuidado profundo tiene raíces en lo cotidiano. En decisiones—a veces incómodas, casi siempre invisibles—que no hacen el trabajo por ti, pero crean el contexto para que tú lo hagas.
En lo cotidiano, el autocuidado no siempre huele a lavanda. Más bien se parece a una agenda repleta de pendientes y una lista mental interminable de cosas por hacer. Y es ahí donde la autocompasión se vuelve brújula de bienestar: porque muchas veces el día se presenta con apenas lo justo para sostenerse, y cuidarse es decidir, con realismo y ternura, no exigirnos más de lo humanamente posible.
A veces, ni siquiera se siente bien: remueve fidelidades antiguas, incomoda vínculos, despierta culpas que ni sabíamos que teníamos. Aun así, sigue siendo necesario.
El autocuidado es la pausa estratégica que evita una fractura futura.
En una cultura que valora la productividad por encima de la presencia, cuidarse se vuelve un gesto contracorriente que también reclama justicia colectiva y reconstrucción del lazo social.
Cuando vivimos todo el tiempo en modo alerta, el eje del estrés dispara cortisol de forma sostenida.
La ciencia lo llama carga alostática: el precio biológico de la sobreexigencia (Guidi et al., 2021). Esta acumulación crónica de estrés impacta tanto la salud mental como la física: un metaanálisis reciente muestra que la exposición prolongada a altos niveles de cortisol se asocia a un 45 % más de riesgo de enfermedad cardiovascular (NASEM, 2022).
Cansancio crónico, niebla mental y dolores aparentemente sin causa son señales tempranas. El cuerpo habla su propio idioma—como propone Watzlawick en su teoría de la comunicación: todo comunica, incluso lo que callamos.
Por eso autocuidarse también es resistir: no para aguantar más, sino para contradecir activamente la cultura del rendimiento, la voz interna que minimiza el descanso, y la idea de que solo vales por lo que produces (Sapolsky, 2004).
En mi experiencia como psicoterapeuta, es común encontrar una herida profunda en quienes aprendieron —muchas veces desde la infancia— que solo valen cuando están disponibles para otros. Personas que se han vuelto expertas en dar, pero para quienes recibir sigue siendo un terreno desconocido o incómodo.
Cuando nadie devuelve el gesto, el autocuidado deja de ser solo una práctica: se convierte en una forma de dignidad. No como una consigna abstracta, sino como una experiencia encarnada de valía personal.
Hablar de dignidad en este contexto es hablar del derecho básico a existir sin tener que demostrarse útil todo el tiempo. Es reconocer que mereces cuidado, incluso cuando nadie lo ofrece.
En terapia, además de identificar esa herida, trabajamos también en reaprender formas pequeñas, pero potentes de autocuidado: microgestos que, repetidos y conscientes, reescriben el vínculo contigo y con los demás. Y que, poco a poco, devuelven a la persona su lugar en su propia vida.
No necesita ser perfecto ni visible. A veces es irse a dormir a la hora que el cuerpo lo pide; otras, atreverse a poner un límite por primera vez, aunque no sepas exactamente cómo será recibido.
Esta columna está escrita para cualquier persona que hoy cuida, contiene, enseña, acompaña… y en el camino olvida cuidarse a sí misma/o. Para quienes sostienen tanto que se desconectan de sus propias señales. Para quienes, sin querer, han dejado de tenderse la mano que tantas veces ofrecen a otros.
Autocuidarse no es hedonismo ni lujo. Es el requisito mínimo para seguir presentes sin desaparecer en el intento. A veces, basta una pequeña elección para recordarte que también mereces estar en tu lista de prioridades.
Frankl, V. E. (2004). El hombre en busca de sentido. Herder.
Guidi, G., Lucente, M., Sonino, N., & Fava, G. A. (2021). Allostatic load and its impact on health: A systematic review. Psychotherapy and Psychosomatics, 90(1), 11–27.
Maslach, C., & Leiter, M. P. (2016). The truth about burnout. Jossey-Bass.
McEwen, B. S., & Stellar, E. (1993). Stress and the individual: Mechanisms leading to disease. Arch. Internal Med., 153(18), 2093-2101.
National Academies of Sciences, Engineering, and Medicine (NASEM). (2022). The interplay of stress and cardiovascular disease: Proceedings of a workshop. Washington, DC: The National Academies Press.
Sapolsky, R. M. (2004). Why zebras don’t get ulcers. Holt.
Selye, H. (1975). Stress without distress. Lippincott.
Seligman, M. E. P. (2011). Flourish. Free Press.
Sesiones 100% en vivo, si no puedes asistir, puedes revisar posteriormente la grabación en tu aula virtual. No aplica para acreditaciones internacionales.
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